Vol. 12/ Núm. 1 2025 pág. 2344
https://doi.org/
10.69639/arandu.v12i1.745
En Torno al Concepto de Literatura Afrocolombiana:
Discusiones Pendulares sobre Racismo, Etnicismo y Mestizaje

Related to Concept of Afro
-Colombian Literature: Pendular Debates on Racism,
Ethnicity, and Mestizaje

Jhon Jairo Mena Barco

jjmena@unac.edu.co

https://orcid.org/0000-0002-1850-7016

Corporación Universitaria Adventista (UNAC)

Medellín Colombia

Artículo recibido: 10 enero 2025 - Aceptado para publicación: 20 febrero 2025

Conflictos de intereses: Ninguno que declarar

RESUMEN

S
e presenta una investigación de corte documental e interpretación crítica donde se rastrea la
génesis de la denominación “literatura afrocolombiana”, la cual permitirá sustentar las
implicaciones epistemológicas de esta designación, las derivaciones sociológicas y estéticas a
partir de esta construcción, así como ciertos debates culturales y antropológicos que se tensan en
estas producciones literarias conectadas sustancialmente por las cuestiones raciales. Primero se
realizará una reconstrucción histórica del concepto de literatura afrocolombiana, sin la ambición
de haber agotado el tema, teniendo como referentes los trabajos de Laurence Prescott, Rogerio
Velásquez, Manuel Zapata Olivella, Edward Kamau Brathwaite y Silvia Valero, entre otros.
Después, se desarrollará una discusión sobre algunas categorías que atraviesan la interpretación
de las obras literarias y demás producciones artísticas afrocolombianas en la acometida de relevar
marcadas porosidades y resistencias evidentes tanto en el escenario colonial como el poscolonial.
Teniendo como apoyo, principalmente, los postulados de Aníbal Quijano, Rita Segato, Eduardo
Restrepo, Walter Mignolo, Frantz Fanon, Serge Gruzinski y Laplantine
y Nouss se establecerán
unas apuntaciones sobre
raza, racismo, etnia, etnicismo y mestizaje.
Palabras clave
: literatura afrocolombiana, raza, etnia, racismo, etnicismo
ABSTRACT

This study presents a documentary
-based investigation with a critical interpretative approach,
tracing the origins of the term Afro
-Colombian literature. This exploration will examine the
epistemological implications of the designation and the sociological
and aesthetic ramifications
that arise from this construct. Additionally, it will delve into cultural and anthropological debates

that emerge within these literary productions, all of which are fundamentally connected through

racial issues. First, the stu
dy will offer a historical reconstruction of the concept of Afro-
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Colombian literature, without claiming to exhaust the subject, drawing on the works of Laurence

Prescott, Rogerio Velásquez, Manuel Zapata Olivella, Edward Kamau Brathwaite, Silvia Valero,

among others. Following this, a discussion will unfold regarding ke
y interpretative categories that
shape the reading of Afro
-Colombian literary and artistic productions, revealing the evident
tensions, porosities, and forms of resistance present in both colonial and postcolonial contexts.

Relying primarily on the theoret
ical contributions of Aníbal Quijano, Rita Segato, Eduardo
Restrepo, Walter Mignolo, Frantz Fanon, Serge Gruzinski, and Laplantine and Nouss, this study

will establish key reflections on race, racism, ethnicity, ethnocentrism, and mestizaje.

Keywords
: afro-colombian literature, race, ethnicity, racism, ethnocentrism
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INTRODUCCIÓN

En el 2010, el Ministerio de Cultura de Colombia publicó la Biblioteca de Literatura
Afrocolombiana, en un valioso intento por divulgar las creaciones literarias de un selecto listado
de autores, hombres y mujeres, que se denominan afrocolombianos. Sus obras conjugan el
incesante interés por develar la preocupación histórica que ha asumido este grupo humano por
lograr que se reconozcan sus valores identitarios, se le otorgue a su cultura el estatus que se merece
y no se le siga observando como subalterna, hay un grito airado por su reivindicación. La
convergencia de tantos escritores en torno a la misma preocupación suscita preguntarse exprofeso
por qué se les llama afrocolombianos, cuáles son los criterios que incitan la denominación
“literatura afrocolombiana”.

Aquí se plantea una discusión conceptual pertinente, toda vez que no se limitará solamente
al mero rastreo histórico para cotejar fechas y encontrar la génesis de la expresión “literatura
afrocolombiana”, sino que
se expondrán las tensiones alrededor de una historia de lucha
contrahegemónica que descubre realidades como el racismo y el etnicismo, pero también acrisola
las opacidades que se van legitimando y solapando en torno a construcciones como el mestizaje
y la multiculturalidad que predican un pluralismo a través del cual pueden encubrirse otras formas
de discriminación. El trabajo interpretativo que se presentará a partir de los teóricos consultados
irá abordando disquisiciones sobre racismo y racialismo, etnicismo y mestizaje, posibilitando el
entendimiento de la apuesta estética que construyen los escritores y artistas afrocolombianos
como mecanismos de protesta y reivindicación de la cultura afrocolombiana desde la literatura.

Ahora bien, hay dos aspectos que deben aclararse al iniciar este abordaje. El primero tiene
que ver con que en este estudio ─y en otros trabajos de nuestra autoría─ frecuentemente usamos
los sintagmas “gente negra”, “los negros”, “hombre negro”, “mujer negra”, “el mulato”, “gente
blanca”, “los blancos”, “mujer blanca”, “hombre blanco” y otros equivalentes, para referirnos a
los grupos humanos sobre los cuales desplegaremos el análisis crítico. Hay varias razones que lo
explican: 1. Los escritores de un significativo corpus literario emplean en sus obras estas mismas
categorías para nombrar a los sujetos que involucran en sus historias y enfatizar en los conflictos
raciales que relevan. 2. Estos apelativos cumplen una función deíctica que enfatiza en luchas
históricas coloniales y poscoloniales que, pese a la carga semántica discriminatoria que puedan
concitar en otros escenarios cotidianos, aquí la idea de los autores sobre la cual no ejercemos
arbitraje− es poner en contexto esas alteridades, y reproducimos el lexicón para conservar tales
significados y significantes. 3. Si bien detectamos a priori que en estos códigos lingüísticos podría
leerse cierta “violencia simbólica” −en términos de Bourdieu− también sopesamos el imperativo
de no solapar los debates sociológicos a los cuales conducen. Queda claro que no con ello se está
acolitando el uso antojadizo con intenciones peyorativas y deslegitimizantes.
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DESARROLLO

En torno al concepto de literatura afrocolombiana: entre Candelario Obeso y la Negritud

De acuerdo con el estudioso Laurence Prescott, la literatura que recrea las luchas y vindica
la identidad negra ─en el plano colombiano, ahora llamada literatura afrocolombiana─, ha
recibido distintas denominaciones: “poesía negra, poesía negrista, poesía negroide, poesía mulata,
entre otras” (1985, p. 19). Prescott encuentra el origen de esta modalidad poética en la “tendencia
hispanoamericana iniciada en las Antillas y derivada de los movimientos de vanguardia y del
gusto por lo negro que caracterizaba la literatura y el arte europeos posteriores a la primera guerra
mundial” (1985, p. 19). Respecto a Colombia, algunos estudiosos de la cultura afrohispánica,
como el crítico cubano Emilio Ballagas, ubican a Candelario Obeso en el centro de los precursores
de la poesía negra, nominación que ha sido bastante discutida, sobre todo por aquellos que insisten
en que la poesía negra debe ser escrita por negros, y entonces, como señala Silvia Valero, “si bien
Obeso fue conocido en el círculo bogotano como el Negro Obeso, no es casual que él mismo se
declarara mulato” (2010, p. 6). Es allí donde encuentran su supuesta ilegitimidad, se pone por
encima su fisionomía frente a la identidad negra en su complejidad. La misma Valero atribuye el
hecho de que Obeso se autocalifique mulato, a una jugada audaz por parte del poeta al tratar de
sobreponerse a los rigores de la sociedad de la época que menospreciaría todavía más su poesía
al ser identificado como negro. La crítica argentina advierte en Obeso su deseo por “ser un poeta
reconocido en el ámbito literario bogotano, por lo cual trataría de alejarse de aquellos estigmas
que lo condenaran a una mayor marginalidad” (2010, p. 7).

Es claro que los discursos literarios son también apuestas políticas surgidas a la sazón de
un momento histórico que impone o suscita ciertas legitimaciones, por esta razón, los escritores
negros no viven de manera homogénea su africanidad y esta no se encuentra presupuestada en
mayor o menor medida por la exaltación de la piel, por la “pureza” de su fisionomía, en tanto que
más cercana a los ancestros africanos. El vate momposino transitó por lo que Carlos Jáuregui
denomina “blanqueamiento textual” (1997, p. 582). El poeta se acoge a una técnica legitimante
para el momento histórico: una sociedad bogotana blanca, elitista, homogeneizante; donde la
“evidente fascinación por la blancura de la amada” (Jáuregui, 1997, p. 582) pudo ser el bálsamo
que utilizó Obeso para suavizar sus denuncias políticas o su decepción frente al proyecto de
nación que se construía en el momento. Prescott reconoce que las inconformidades en cuanto a la
ubicación de Obeso como precursor de la poesía negra en Colombia están determinadas por el
desconocimiento en cuanto a las fronteras entre la poesía negra y la poesía negrista. Así las cosas,
expone un esbozo histórico para delimitar estas dos modalidades y poder comprender por qué está
de acuerdo con la nominación del momposino.

La desilusión hacia la civilización burguesa de principios del siglo XX que ponía énfasis
en la lógica y la razón, así como los estudios etnológicos, los libros de viajes que recreaban el
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mundo mágico, exótico, de África y Oceanía, puso de presente nuevos temas en el arte. La pintura
y la escultura que encontró su renovación en la cultura negra recibió el nombre de “cubismo” y
el “gusto por el arte negro” es llamado por Ramón Gómez de la Serna “negrismo” (Prescott, 1985,
p. 28). Rápidamente la atención hacia las expresiones artísticas de los pueblos africanos trajo
consigo el desarrollo del jazz que le concede vigor a la poesía negrista hispanoamericana, poesía
que evoluciona en Cuba, el sur de los Estados Unidos y luego por Europa. Prescott destaca
representantes valiosos del negrismo como Regino Pedroso, Nicolás Guillén quien subtitula su
libro de versos Sóngoro Cosongo con el calificativo de “Poemas mulatos”
1 (1985, p. 36), nombre
aceptado posteriormente por el investigador cubano Fernando Ortiz. Otros destacados poetas
negristas fueron Palés Matos, Emilio Ballagas, Manuel del Cabral, el también narrador y ensayista
Alejo Carpentier, entre otros. El profesor Prescott encuentra que “en la poesía negrista lo negro
fue explotado, pero no fue explorado en sus dimensiones más profundas y humanas” (1985, p.
47). Es posible que la distancia con las experiencias históricas de los negros haya sido la razón
por la cual lo negro se vio más como una moda sonora, alegre, renovadora, exótica, pero el
desentrañamiento de la identidad africana se soslayó.

El recorrido por la poesía negrista y el desencanto que produjo en ese momento histórico
al no explotar la supuesta identidad negra
2, conduce a reflexionar en la entronización que se ha
hecho de Candelario Obeso en la poesía negra. El estudio detallado que realizó Laurence Prescott
sobre la poesía del vate momposino, lo aleja de la poesía negrista de la que es anterior y revela
con rigor que su originalidad

No consiste, entonces, en fundar un movimiento literario o una escuela poética sino
en ver al negro desde una perspectiva nueva, como ser plenamente humano, con
todas sus complejidades, ambigüedades y contradicciones: en iniciar en Colombia
una tradición literaria en la que el negro se expresa a sí mismo con voz auténtica; en
despertar una conciencia racial que le permite al negro verse de manera positiva ─no
como payaso, hazmerreir, esclavo o entretenedor─; y en permitir también al otro
mirar al negro con ojos distintos, con los ojos del alma y del corazón (1985, p. 205).

En Obeso se destacan los valores y pretensiones de la poesía negra, liberada de estereotipos,
donde la sonoridad del verso no eclipsa la dignidad y la humanidad del negro, sino que la ensalza;

1 Guillén quiere enfatizar en el mestizaje, la unión entre el componente negro y el español, tanto en el plano biológico
de mezcla de razas, como en el cultural, en el que ambos grupos raciales aportan sus tradiciones artísticas.

2 Contrario a la exotización del negro que encuentra Prescott en la poesía negrista, incluyendo, por supuesto a Palés
Matos; Michele C. Dávila presenta una defensa a favor del poeta y afirma que el puertorriqueño “quería provocar a una
sociedad que echaba a un lado su herencia africana y celebraba (inclusive utilizando métricas clásicas en la composición
de sus poemas como el endecasílabo italiano) lo que otros consideraban primitivo y atrasado […], no se preocupa con
imitaciones pueriles de aspectos culturales africanos, ni explota ni caricaturiza al negro puertorriqueño” (2007, p. 70).
Más adelante, la crítica añade que “el poeta utiliza la poesía para hacer una denuncia política y social de su país y del
Caribe utilizando los mismos estereotipos de los negros creados por la sociedad blanca. Es decir, él destacaba los
aspectos de la música, la danza y la sexualidad, para subvertirlos y valorizarlos” (2007, p. 71).
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de este modo, la intención del bardo con la materia poética se traslada a reivindicar sus conflictos
sociales, raciales, políticos, humanos; así, el arte poético obesiano se sobrepone al dilema de si
era negro o mulato. Los autores de la ya mencionada Biblioteca de Literatura Afrocolombiana,
por ejemplo, de la cual hace parte el momposino, guardadas las proporciones sociales y las
distancias en cuanto a que viven en un momento histórico distinto al de Obeso ─siglo XX y XXI─,
enfatizan, también en el imperativo de utilizar la palabra no solo como instrumento estético, sino
también para enarbolar la reivindicación del negro, se advierte en ellos un compromiso social y
político con la causa afrodescendiente.

Hasta aquí, la búsqueda por el anclaje de la hoy llamada literatura afrocolombiana ha
conducido a inquirir en la poesía negra de Candelario Obeso y la supuesta identidad africana de
la poesía negrista que se desarrolló entre la segunda y la tercera década del siglo XX. Podemos
agregar otro antecedente más a este recorrido, como es el movimiento de la Negritud que se
produjo en Francia conectado con la poesía negrista en tanto que también emprendieron luchas
políticas, artísticas y sociales por la dignidad del negro. El término ‘Negritud’ tiene una gran carga
semántica y cultural. La “Négritude” surge como un movimiento literario y social que produjo
sus obras entre los años 1934 y 1948. El mayor influjo lo tuvieron el senegalés Léopold Sédar
Senghor, Léon Damas, nacido en las Guayanas y Aimé Césaire, de la Martinica. Este grupo de
jóvenes fundó la revista L’Etudiant Noir que sirvió de medio para exponer sus ideas sobre la
descolonización de África, así como la independencia que adoptaron frente al comunismo y el
surrealismo. Sus esfuerzos “recogieron los frutos del renacimiento negro, el indigenismo y el
negrismo […] dejaron de mirar a África solamente como exótica y primitiva, para considerarla
una cultura específica que había que encontrar y recobrar” (Janheinz, 1971, p. 288). Aquí se
confirman las intenciones de la poesía negra de Obeso en el sentido de conservar la idea de
reencuentro con los orígenes africanos, con la ancestralidad, con las cosmovisiones africanas
desperdigadas por el mundo
3.
El término Negritud se extiende por Europa y América, y adquiere diversas connotaciones:
“Un estilo, una actitud, una esencia, una raza oprimida, un estar-en-el-mundo, un color de piel, la
suma de todos los valores” (Janheinz, 1971, p. 296-298); lo que, depurado de esencialismos,
puede aportarnos algunos elementos para construir los rasgos de la literatura afrocolombiana. A
este respecto René Depestre señala que “los poetas y escritores de la negritud han tratado de lanzar
una profunda mirada al pasado y al presente del negro antillano. La negritud es, así, el hecho de

3 Philippe Ollé-Laprune, en su libro Para leer a Aimé Césaire, resalta que la palabra y las imágenes son preponderantes
y recurrentes en la creación literaria de Césaire. Pero también “esa musicalidad, original, parecida a las percusiones
africanas, recuerda los textos de Nicolás Guillén y de los poetas negros estadounidenses que tanto le gustaban. Fusión
de la palabra francesa clásica y de los ritmos aportados por una África distante y deseada” (2008, p. 25). Es indudable
la influencia de los poetas negristas en los bardos negros de movimientos posteriores, cosa por la que Laurence Prescott
manifiesta cierto menosprecio. Por otra parte, el libro de Ollé-Laprune recoge gran parte de la obra poética del
martiniqueño en la cual se puede evidenciar una constante evocación del trabajo de los negros y su consecuente y
necesaria Revolución; Césaire exalta al África y el esfuerzo ineluctable de hacer reconexión con la identidad ancestral.
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una toma de conciencia de la situación histórica creada a los negros. Hay en la negritud una
preocupación consciente, deliberada, por destruir los mitos y los estereotipos del negro” (1993,
p. 236).
4
En ese sentido, al caracterizar una literatura afrocolombiana, trasladar los fundamentos de
la Negritud resulta aportante dada su pertinencia ideológica, aunque nos alejemos de su
preocupación por encontrar el esencialismo negro. La necesidad de interpretar el ayer y el hoy
con sus nostalgias culturales de África y las gestas reivindicatorias que luchan día a día para
liberar al sujeto negro de los prejuicios sociales que lo estereotipan y lo subalternizan, es una
realidad ineluctable en esta literatura. La consideración que luego anota Depestre se advierte
como la liberación de una exigencia que para algunos es condición sine qua non en la literatura
afrocolombiana: lo que unifica y consolida al movimiento de la negritud no es el color de la piel,
la fisionomía, sino sus luchas históricas (1993, p. 237). Esto ratifica lo que se acaba de decir, pues
debe ponderarse en la creación artística que se dice afrodescendiente, oral o escrita, una
consciente relectura del pasado con miras a consolidar los elementos identitarios de la cultura
africana.

En este orden de ideas, las obras que hoy se denominen afrocolombianas representan esta
cultura y les apuestan a las consignas de las llamadas “negritudes”; coincidiendo con la
interpretación que hace Ricardo López de algunos aportes del Discurso sobre la colonización de
Aimé Césaire: “esta quiere vindicar la historia y la cultura del negro, y su capacidad de construir
o recrear un futuro que sea expresión de su civilización” (2011, p. 9). Está claro que no puede
asumirse que, en América, y por supuesto en Colombia, ha existido un proceso homogéneo de
civilización, eso sería negar la pluralidad de influencias culturales que rodearon a la población
negra en su devenir histórico; se ponen de presente, entonces, otros aspectos para la
caracterización de la literatura afrocolombiana: la necesidad de vindicar la historia del negro y la
valoración de la diversidad de técnicas para expresar su cultura.

El tránsito desde la Negredumbre de Rogerio Velásquez hasta la Constitución del 91

Enarbolando las banderas de la Negritud, unos años después, el antropólogo y etnógrafo
chocoano Rogerio Velásquez concibe el libro Las memorias del odio, donde describe con
encomiable crudeza la vida aciaga de las comunidades negras del Chocó, sumidas en el
descontento y como hecho más determinante presenta el fusilamiento de Manuel Saturio
Valencia. Esta es, a decir verdad, la breve biografía novelada de un Saturio transido de dolor y
hastiado por la discriminación racial. Velásquez ficcionaliza el libro como testimonio de Saturio

4 Sabemos que Depestre se convirtió luego en un importante detractor de la Negritud. En su ensayo “Saludo y despedida
de la negritud” se aparta taxativamente de las ideas que enarboló el movimiento. Le critica que “lejos de armar su
conciencia de clase contra las violencias del capitalismo, la negritud disuelve a sus negros y negroafricanos en un
esencialismo perfectamente inofensivo para el sistema que despoja a hombres y mujeres de su identidad” (2006, p.
337). Coincidimos con Depestre en rechazar esa búsqueda desgastante de la esencialidad negra que despistó al
movimiento y sus seguidores de las luchas reales por su reivindicación social, pues contribuyó a “apartar a los negros
oprimidos de las determinaciones que deben fecundar su lucha de liberación” (2006, p. 337).
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escrito mientras estaba en la cárcel a la espera de su muerte infame, sin otro refugio que la
confesión fría de sus pecados y el relato de una ejecución alevosa movida por “esta lucha de razas,
de reacciones y de ambientes, de complejos que buscan su posición definitiva” (1992, p. 25).

Resulta sugestivo que Velásquez engrandezca a Saturio no con orlas ni oropeles, sino con
el retrato de un negro que movido por el odio engendrado en la inequidad de la que fue objeto,
decide devolver con creces lo que recibió de su contexto. El héroe presentado en la obra confiesa
que “todo lo que cerró mi niñez fue áspero y de odio. Las manos, las miradas, las palabras, los
gestos, todo me dejaba cicatrices. El amor mismo era cruel, desmayante” (1992, p. 17). En
Berenjenal, espacio donde se desarrollan los hechos, eran infranqueables los linderos que imponía
el color de piel. Cuenta Saturio que:

Su escuela fue un campo de ilustración clasista. Los hijos de los que el pián se come
por la nariz o por la boca, por los ojos o los genitales estaban colocados en la última
banca al lado de otros muchachos de vientres hinchados, con piernas endurecidas en la
navegación a remo, en las tumbas de colino o haciendo de cargueros. Adelante, en la
primera fila, disfrutando de las caricias del maestro, estaban los hijos de la nación
blanca que vestían botines y trajes despercudidos (Velásquez, 1992, p. 24).

Es claro que el escritor chocoano busca encomiar en la suerte de los privilegiados blancos,
amparados por las leyes de una nación excluyente y una educación para las élites blancas, por
supuesto, que contrastaba mezquinamente con los negros, los de “mi raza”. Saturio, protagonista
del relato, cuenta los hechos desde la posición de hombre negro. A veces asume la voz colectiva
y rotula a los suyos como la “masa”, “las hojas que el viento social arremolina contra los árboles
del bosque”, “los rotos y los descosidos” (Velásquez, 1992, p. 35). Todo este juego verbal, estas
metáforas, herramientas discursivas que pretexta Velásquez para configurar la conciencia de lo
negro a principios del siglo XX en un escenario social y político dominado por “los otros”, “la
nación blanca”, como son denominadas en la obra, sazonan el contexto para que el etnógrafo
chocoano acuñe el concepto de “Negredumbre” (1992, p. 82). Con esa expresión se refiere a la
gente negra, a la colectividad ligada por unos conflictos, por una cultura; al tejido de negros
curtidos por el sufrimiento, que se enfrentan a la inequidad social. Aunque Velásquez introduce
el término y no lo desarrolla en el contexto discursivo que lo circunda dentro de la obra, su
profundidad está condensada en la realidad que nomina, la masa de negros que comparten no
solo el color de piel, sino también, unos valores y las reivindicaciones sociales y políticas que
reclaman.

En el prólogo de Ensayos escogidos del mismo Velásquez, Germán Patiño analiza el
contexto en el cual se propone el concepto y afirma que la “Negredumbre” “trata de aquella
cualidad por la que el negro de las tierras del Pacífico siempre se nos presenta actuando de manera
colectiva” (2010, p. 12). El prologuista encuentra en el término la manera de recoger una voz
colectiva, unas luchas compartidas entre corraciales. Ahora bien, Manuel Zapata Olivella parte
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del concepto de “Negredumbre” de Rogerio y asevera que se refiere “a la herencia biológica que
nos ha llegado del mestizaje entre lo indio y lo negro, entre lo blanco y lo negro, ese revoltillo
africano tantas veces mezclado en el crisol de América” (1997, p. 108). La herencia africana
recoge la ritualidad, la espiritualidad, los usos y costumbres, los instrumentos, el folclor, la visión
del mundo; elementos que se destacarán en la posteriormente llamada literatura afrocolombiana.
Pero Zapata Olivella extiende la Negredumbre a una vivencia cultural que incluso pueden
compartir los blancos, luego añade que se trata incluso de una categoría sociológica a la que
pertenecen algunos, aún sin saberlo (1997, p.108). De esta manera, el escritor de Lorica se
sobrepone a la discusión acerca de si la identidad negra puede establecerse solo por el color de
la piel, lo que sería una aceptación banal, y propone una condición más profunda al pretender
una vivencia cultural mediante la cual se desarrolla un arraigo de la identidad negra. A esta altura,
la afrocolombianidad, entendiéndose como expresión de la Negredumbre −y su literatura, en
consecuencia−, responde a una voz colectiva, o sea, la interpretación del pensamiento de una
comunidad, caracterizado éste por una herencia africana; dicha interpretación no se atribuye
solamente a quienes son negros, sino también, a aquellos que sociológicamente están inmersos
en una cultura y unas cosmovisiones africanas.

Hasta aquí, esta búsqueda sobre el anclaje de la literatura afrocolombiana ha desembocado
n el hallazgo de valiosos cimientos que se complementan con el trabajo que realizó el escritor
barbadense Edward Kamau Brathwaite en su afán por caracterizar la literatura negra en las
Antillas. El estudio lo tituló Presencia africana en la literatura del Caribe, donde al rastrear las
características de la literatura escrita africana en el Caribe, diferencia cuatro clases atendiendo a
criterios formales y de fondo que, guardadas las proporciones, ofrecen pautas para analizar los
rasgos de la literatura afrocolombiana. A la primera clase la identifica con la retórica. “El escritor
usa a África como máscara, signo o nomen. No sabe necesariamente mucho de África, aunque
refleja un profundo deseo de hacer contacto. No está necesariamente celebrando o activando la
presencia africana” (Brathwaite, 1977, p. 156). Es una tendencia muy marcada entre los escritores
colombianos que se inician en el campo literario y que no conocen todavía el imaginario africano
con la sistematicidad de un estudio antropológico o sociológico; pero sí, con la sensibilidad de
quien se siente inscrito en esta cultura, directa o indirectamente, por vivencia o por ascendencia.

Son muchos los escritores que recrean la cultura de los negros, que enaltecen las “huellas
de africanía”, unos no son negros en términos de color de piel−, otros, aunque sí lo son, ni
siquiera advierten la presencia de los valores de la cultura afrodescendiente. Zapata Olivella los
enmarca en una “negredumbre sin negros” o una “vivencia inconsciente de la negredumbre y cita
como ejemplos a García Márquez, Germán Espinosa, Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla, entre
otros (1997, p. 112). Esta concepción puede resultar un tanto peligrosa y esencialista. ¿Cómo
entender que un escritor asume las vindicaciones y la identidad negra sin tener conciencia de
ellas? ¿Acaso la afrocolombianidad en la obra literaria se reduce a la sola nominación de usos y
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rituales ancestrales o a la recreación de cuadros de costumbres, tipismos, muestras del folclor o
cualquier otra representación de la cultura afrodescendiente?

En el orden que propone Brathwaite, la segunda clase la denomina “literatura de
supervivencia africana. Una literatura que trata conscientemente de las supervivencias africanas
en la sociedad del Caribe, pero sin hacer necesariamente ningún intento de interpretarlas o
reconectarlas a la gran tradición de África” (1977, p. 156). Aplicado al escenario colombiano,
encontramos aquellos artistas ―poetas orales o escritos―que viven y recrean con la palabra la
realidad afrocolombiana, la presente, la inmediata; pero que quizás sin pretenderlo toman
distancia histórica de aquella conexión cosmogónica africana.

Una tercera categoría en la clasificación de Brathwaite es la que llama “literatura de
expresión africana, con sus raíces en el pueblo y que trata de adaptar o transformar el material
popular en experimento literario” (1977, p. 156). He aquí el concreto escenario de los literatos
que están constantemente reescribiendo la tradición oral, el pensamiento colectivo, adoptándole
ropaje escrito y autoría individual a aquellos materiales simbólicos de la cultura que se han
construido y salvaguardado en la colectividad como garantes y valores que constituyen su
herencia africana, su propia historia, la de sus ancestros.

Esta categoría que postula el escritor barbadense nos sirve para inscribir las obras de César
Rivas Lara, Amalia Lú Posso Figueroa, Hazel Robinson Abrahams y un universo de escritores y
artistas que, si bien reconocen y exaltan esa “expresión africana” o “huellas de africanía”
presentes en las producciones culturales afrocolombianas, no se yerguen bajo el paraguas de
África para proclamar la legitimidad de sus construcciones, ni andan afanados en búsqueda de esa
receta del esencialismo africano. Estos esfuerzos se conciben como un proyecto estético con el
cual los escritores no solo aspiran a presentar unos valores culturales,
5 narrar unos saberes,
describir su cultura, evocar una historia, sino también, a representar toda una identidad africana y
americana desde la literatura. Esta “literatura de expresión africana” apunta a una descolonización
cultural, a una subversión de las técnicas narrativas y los artificios de la cultura hegemónica
europea, en aras de la preservación de un patrimonio ancestral, pero también, pretende construir
una estética propia que resemantice los valores culturales heredados.

Avanzando en la categorización del escritor barbadense, finalmente propone “la literatura
de reconexión, producida por […] quienes han vivido en África y están tratando de relacionar esa
experiencia con el Nuevo Mundo, o quienes conscientemente están tratando de extender un puente
para cubrir la brecha con la tierra-madre espiritual” (Brathwaite 1977, p. 157). En el plano

5 La definición de valores culturales que aquí acogemos remite a la noción que propone Carlos Monsiváis cuando
afirma que “valores culturales son aquellos que estructuran (por presencia o ausencia) el sentido del comportamiento
de individuos y colectividades, encauzan la relación de naciones y sociedades con las artes y las humanidades, y ayudan
-a corto y largo plazo- a jerarquizar los temas y problemas de la vida comunitaria. Hay valores notorios, que las
tradiciones religiosas o la tradición civil ensalzan y que, en la práctica, apenas si se advierten, y hay valores que, pese
a su enorme presencia, carecen de reconocimientos formales” (2007, p. 11).
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colombiano no son muchos los ejemplos estrictos en el primer orden (quienes han vivido en
África), pero sí hay algunos que, como Manuel Zapata Olivella o Rogerio Velásquez, han buscado
enlazar a sus lectores con los dioses tutelares de la religión yoruba y los mundos africanos con
sus orichas y sus santorales; ellos mismos han intentado mediar como “orichas literarios”.

Al revisar los Ensayos escogidos de Rogerio Velásquez, es evidente la investigación
historiográfica y etnográfica rigurosa que hace el autor en aras de ahondar en los profundos
orígenes de algunas fiestas, costumbres, instrumentos, toponímicos, etc., propios de la
afrocolombianidad y en los que se puede comprobar su génesis africana (Velásquez, 2010).
Zapata Olivella en su advertencia “Al compañero de viaje” de Changó, el gran putas, le dice al
lector:

Ahora embárcate en la lectura y deja que Elegba, el abridor de caminos, te revele
tus futuros pasos ya escritos en la Tabla de Ifá, desde antes de nacer. Tarde o
temprano tenías que enfrentarte a esta verdad: la historia del hombre negro en
América es tan tuya como la del indio o la del blanco que lo acompañarán a la
conquista de la libertad de todos (2010, p. 35).

De entrada, el escritor sumerge a sus receptores en la cosmogonía africana. Rinde culto a
los dioses, la religión ancestral y a las fuerzas sobrenaturales que, según él, tienen poder para
aparejar el destino de los humanos; pero también, insinúa su idea del mestizaje y del “revoltillo
en el crisol de América”. Advierte que la espiritualidad americana se enriquece de una simbiosis
cultural entre los pueblos negros, indios y blancos. Estos conceptos de Zapata Olivella se mueven
desde lo literario hasta lo político, sabiendo que su anclaje no está solamente en los postulados de
este autor, que se detiene fundamentalmente en el análisis de
lo mítico y lo cosmogónico, sino
que, además, se apoyan en las investigaciones historiográficas y antropológicas que se
emprendieron a mediados
del siglo XX, principalmente por el sacerdote José Rafael Arboleda, el
antropólogo Aquiles Escalante Polo, el historiador y antropólogo Melville J. Herskovits y la
antropóloga Nina S. de Friedemann, como principal divulgadora de la afroamericanística, entre
muchos otros. Precisamente a Friedemann se le atribuye el
haber acuñado términos como
“diáspora africana”, “huellas de africanía”, intentando explicar los fenómenos de la expansión
afroamericana. Sumado a estos avances están el interés de estudiosos y universidades
estadounidenses frente a las literaturas latinoamericanas, los activistas y movimientos por los
derechos civiles, en especial, por las reivindicaciones históricas de las que hasta allí se conocían
como comunidades negras.

Esta categoría de la simbiosis cultural y el mestizaje tomaron fuerza entre la academia
colombiana hasta hacer conexión con instancias políticas que gestionaban resarcimiento histórico
y reconocimientos políticos y académicos para estas comunidades, lo que, entre otras
circunstancias, motivó a la constituyente de 1991 para redefinir a la nación colombiana como
pluriétnica y multicultural, y así se la reconoció en el artículo 7 de la Constitución Política de
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Colombia. El concepto de raza aparentemente se corrió del discurso político y se acogieron
nominaciones como etnia, etnicidad, grupos étnicos; el calificativo de negros fue reemplazado
por el de afrocolombianos. Este panorama preparó el escenario para apuntalar las raíces del puente
África-América, África-Colombia, como fue la pretensión al reconocer la multiculturalidad en la
nación. Con la posterior Ley 70 de 1993 se fortaleció y legitimó en Colombia el concepto de
afrocolombianidad y esta nueva categoría remitía a la cultura de las hasta entonces llamadas
comunidades negras ahora comunidades afrocolombianas− y se estableció una normatividad
para reconocerles y protegerles todos esos elementos culturales comunes, como la ancestralidad,
la territorialidad, la colectividad y su identidad. La afrocolombianidad −y su literatura− se concibe
como una construcción identitaria de la colectividad, la suma y vivencia de todos estos valores.

Así las cosas, todo este recorrido iniciado desde la poesía negra hasta aquí, permite asumir
que la literatura afrocolombiana es el conjunto de creaciones artísticas, escritas y orales, que,
reconociendo la historia, la cosmovisión, la cultura y el inventario de creencias y saberes de las
comunidades negras, se constituye en múltiples caminos para expresar la identidad negra e
intentar dignificar y sustentar la realidad histórica y actual de este grupo humano. Por supuesto
que el rótulo afrocolombiano ─para referirse a la literatura─ no sugiere una categoría
homogeneizante ni para el poeta, pues la creación artística no está desligada de los discursos
individuales y los contextos sociales; ni para la obra, que sería la confluencia de saberes, prácticas,
estéticas y compromisos con un sistema literario dinámico.

La ya citada crítica argentina Silvia Valero llama a la reflexión en cuanto a los riesgos en
la categorización de la literatura afrocolombiana, que como práctica social “niega su reificación”,
debe entendérsela como un discurso sujeto a contingencias. Advierte sobre la complejidad −a
decir verdad, inevitable− de reunir en un mismo grupo a escritores con diferentes experiencias y
vivencias de la llamada identidad africana, con distantes momentos históricos que contextualizan
los discursos y que implican ser muy cuidadosos cuando se trate de interpretar los productos
literarios, para establecer sus significados en un tiempo y espacio determinado, así como en la
vida misma de los autores, conceptos tan porosos como raza, etnicidad, negro, afro (Valero,
2013). Estamos de acuerdo con Valero al defender que la nominación “literatura afrocolombiana”
es todavía un proyecto en construcción que tiene en su caldera muchas complejidades que no
están aún resueltas. A continuación, presentamos algunas reflexiones sobre raza, etnicidad y
mestizaje, dado que, como hemos señalado, son categorías que atraviesan, inevitablemente,
cualquier intento por definir el complejo concepto de literatura afrocolombiana.

Reflexiones pendulares: raza, etnia, racismo, etnicismo y mestizaje

Hazel Robinson Abrahams, César Rivas Lara y Amalia Lú Posso Figueroa, entre muchos
otros autores, han enaltecido las tradiciones africanas, propendiendo por el aprendizaje y el
reconocimiento del aporte africano a la consolidación de la cultura y el arte americanos. Ellos, a
diferencia de otros escritores afrocolombianos del siglo XX, matizan su apego a África
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liberándose de aquella tendencia predominante entre cierta fracción de gente afro, de legitimar
sus producciones en la medida en que estén más o menos ancladas en el universo africano. Pensar
a África como una fuente de legitimidad incuestionable para algunas prácticas culturales
populares es un asunto que aquí proponemos revisar con rigor menos pasional y esencialista, pues
la mayoría de los estudios antropológicos, etnográficos y literarios dan por sentado que demostrar
las raíces y el apego a las tradiciones africanas de cualquier producto cultural, lo inserta de facto
dentro de un universo que se eleva a la categoría de “auténtico”, original, imponderable y
antojadizamente legítimo.

Existe un número significativo de escritores afro que, sin perder su conexión con la cultura
afrodescendiente, configuran en sus obras una resignificación de los inventarios culturales
heredados de los ancestros a partir de una estética propia, liberada de esencialismos, como sí
sucedió con la Negritud y otros movimientos que abordaron la cuestión étnica afanados por
encontrar la supuesta esencia de la africanidad. Ahora bien, resulta evidente en la producción
literaria afrocolombiana esa apuesta reivindicatoria en favor de la cultura afrocolombiana,
articulando en las obras discusiones en torno a conceptos como “raza”, “racismo”, “etnia”,
“etnicidad”, “mestizaje”, en los cuales se cuecen las estratagemas del capitalismo colonial que
planteó nuevas identidades históricas, como “indio”, “negro”, “blanco” y “mestizo”. Fueron
propuestas que ingresaron durante la Conquista de América, y que se convirtieron en el sustento
de una élite dominante, esclavizadora, y sazonaron la inserción de una cultura de “racismo” y
“etnicidad”. De este modo, al tiempo que se establecieron estructuras de poder sobre la base de la
tenencia y explotación de las riquezas de América, se erigió una sociedad con jerarquizaciones
culturales demarcadas: europeos y no-europeos.

El asunto va mucho más allá. En el entramado colonial, los conceptos religiosos como el
tener alma o no fueron aprovechados por la entidad colonizadora para categorizar a los sujetos
subalternos. El Papado les concedió a los esclavos la categoría de humanos, pero el poder colonial
no podía ejercerse sin trabas si se pretendía someter a unos con igualdad de condiciones; por tal
razón, resultó conveniente jerarquizar esa humanidad. Señala Aníbal Quijano que “desde
entonces, en las relaciones intersubjetivas y en las prácticas sociales del poder, quedó formada,
de una parte, la idea de que los no-europeos tienen una estructura biológica no solamente diferente
a la de los europeos; sino, sobre todo, perteneciente a un tipo o a un nivel ‘inferior”’ (1993, p.
759). Había que nominar esas diferencias o categorizaciones de lo humano y es allí donde ingresa
el concepto de “raza” con unas subcategorías: “raza superior” en tanto que europeo, “raza
inferior” para referirse a los no-europeos. Así las cosas, las supuestas “desigualdades biológicas”
se convierten en el argumento para explicar las diferencias culturales entre las razas entiéndase
como las subcategorías ya expuestas− desconociendo el papel de las interacciones humanas, las
cosmovisiones, los usos y costumbres como sustento de esas diferencias y subjetividades.
Advierte Quijano que “estas ideas han configurado profunda y duraderamente todo un complejo
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cultural, una matriz de ideas, de imágenes, de valores, de actitudes, de prácticas sociales, que no
cesa de estar implicado en las relaciones entre las gentes, inclusive cuando las relaciones políticas
coloniales ya han sido canceladas. Ese complejo es lo que conocemos como ‘racismo’” (1993, p.
759).

Entra en juego un elemento determinante de las desigualdades sociales y que demarcó las
diferencias entre los dominantes y los dominados: el supuesto color de piel. Al ingresar en la
panoplia colonial, la diferenciación por el color de piel, la categoría de “blanco” para referirse al
europeo y su pretenciosa superioridad, entonces las nuevas identidades también emergen de esta
categorización: “negros”, “indios”, “mestizos”, en fin, sujetos caracterizados como subalternos.
Esa inferioridad de los últimos se conjuga en la tipificación de “etnia”, con su ropaje de roles
sociales diferenciadores en todo el andamiaje de la colonización y que han parido la
discriminación de los “grupos étnicos”, no por sus diferencias biológicas, sino por las
subsecuentes valoraciones culturales de las actividades que estas gentes realizan.

El debate sobre la cuestión racial tomó entre siglos un carácter más “científico”. Tzvetan
Todorov en su libro Nosotros y los otros, distingue, en el concepto común de racismo, dos
vertientes aparentemente opuestas. Por un lado, ese “comportamiento, que la mayoría de las veces
está constituido por odio y menosprecio con respecto a personas que poseen características físicas
bien definidas y distintas a las nuestras” (2013, p. 115). Aquí se ubica el escenario de la
colonización que exacerbó el odio movido por las diferenciaciones fenotípicas y jerarquizó el
valor de los grupos humanos atendiendo a estas distinciones raciales. En el siglo XXI todavía es
evidente este tipo de racismo. La mayoría de los escritores afrocolombianos también se levantan
en sus obras en protesta por esta forma de marginación social.

Ahora bien, la segunda vertiente que descubre Todorov es la del racismo como una
“ideología, una doctrina concerniente a las razas humanas” (2013, p. 115). A esta forma la separa
como “racialismo” y le atribuye un carácter “científico”, elevando a la categoría de un “teórico”
de las razas a quien adopte dicho comportamiento, toda vez que ese “ideólogo de las razas no es
necesariamente un “racista”, en el sentido que comúnmente tiene esta palabra, y sus puntos de
vista teóricos pueden no ejercer la más mínima influencia sobre sus actos; o bien, es posible que
su teoría no implique que hay razas intrínsecamente malas” (2013, p. 115). El caso es que en la
práctica muchos de estos “teóricos” de la cuestión racial se han desbordado hasta cometer
crímenes reprochables movidos por esa afanosa arbitrariedad de aprovechar las diferenciaciones
biológicas para urdir juegos de poder económicos, sociales, religiosos y de cualquier orden.
6
6 Pero esta doctrina racialista que nació en Europa occidental y se desarrolló con mayor vigor desde mediados del siglo
XVIII hasta la mitad del XX, delinea cinco tesis: 1. “La existencia de las razas” y, por lo general, “están en contra de
los cruzamientos entre razas” (Todorov, 2013, p. 116). 2. “La continuidad entre lo físico y lo moral”, que Todorov lo
reseña como “la relación causal entre ellos: las diferencias físicas determinan las diferencias culturales” (p. 117). Y
“más recientemente, se ha propuesto invertir la relación causal, pero manteniéndola; ya no sería lo físico lo que
determinara lo mental, sino la cultura la que actuara sobre la naturaleza” (p. 118). 3. “La acción del grupo sobre el
individuo”, lo cual se explica como que “el comportamiento del individuo depende, en muy gran medida, del grupo
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El profesor e investigador colombiano Eduardo Restrepo, en la ruta de los estudios
culturales, ofrece una interpretación respecto a raza y etnicidad. Señala que para los años setenta,
figuras destacadas como Stuart Hall y Paul Gilroy se ocuparon de estudiar el tema. Ellos
cuestionaron que raza y etnicidad fueran encuadrados como productos de una lucha de clases
mediada estrictamente por lo económico, pero tampoco se adhirieron a las corrientes sociológicas
que, en otro orden, ponderaron que “la raza y la etnicidad constituían un caso particular de las
relaciones sociales ya fuera en el establecimiento de diferencias y jerarquías en una sociedad
determinada o en la yuxtaposición (generalmente por la fuerza) de diferentes órdenes sociales”
(Restrepo, 2015, p. 243). El otro extremo criticado es el reduccionismo discursivo que
circunscribe raza y etnicidad a los meros discursos que las constituyen. Claro que Restrepo precisa
que esta vertiente está plenamente de acuerdo con la afirmación de que la realidad social en
general y la raza y etnicidad en particular son discursivamente constituidas, se distancia de
quienes de ello concluyen que “el discurso es el principio de inteligibilidad al que se puede reducir
todo lo social” (2015, p. 244), pues no se trata de simples categorías conceptuales para nominar
o llegar a pensar una realidad social ineludible y que se resuelve solamente por el hecho de ser
nombrada de alguna manera, tampoco puede vérselas como simples significantes para una
clasificación social.

No obstante, señala Restrepo que Hall sí defiende el carácter histórico de la raza y la
etnicidad al señalar que “antes que entidades fijas e inmutables que se encuentran en todos los
lugares y tiempos, la raza y la etnicidad son productos de condiciones históricas concretas y varían
sustancialmente de una formación social a otra” (2015, p. 244). Quiere decir que las asume como
categorías mutables que no pueden ser interpretadas de la misma manera en todos los contextos.
Entonces, al mirar desde adentro de esta realidad histórica resultan cuestionables los
esencialismos biologicistas o culturalistas. El primero, porque concibe que “la raza sería una
realidad biológica y, por lo tanto, que sería expresión de la naturaleza humana” (2015, p. 244).
Justificación simplista que serviría como argumentación de las élites coloniales para naturalizar
procesos de clasificación de los grupos humanos no europeos y, de esta manera, normalizar su
sometimiento. Prácticas que se entablaron en la colonización, pero que han continuado campantes
en distintos escenarios y ha continuado habitando de disímiles formas el imaginario colectivo y
el sentido común, imbricándose con prácticas de diferenciación, regulación, normalización,
exclusión y control” (2015, p. 244). Del esencialismo culturalista rechazan que “la etnicidad y la
raza aparecen como la expresión de unos rasgos culturales primordiales que se mantienen

racial cultural (o “étnico”) al que pertenece” (p.118). 4. “Jerarquía única de los valores”, lo que significa que las razas
“son superiores o inferiores, unas a las otras” (p. 118). 5. “Política fundada en el saber”. Tesis que degenera en evidente
racismo, pues considera que “el sometimiento de las razas inferiores, o incluso su eliminación, se pueden justificar
gracias al saber acumulado en materia de razas” (p. 119). A nuestro juicio, las proposiciones del racialismo han
contribuido a demarcar linderos entre los grupos humanos movidos por rasgos biológicos distintivos, y a justificar, en
la modernidad, execrables formas de explotación, marginalidad, menosprecio y hasta exterminio de personas.
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inmutables a través de la historia” (2015, p. 244), discutiendo así supuestos como el inconsciente
colectivo en el que se enraíza una cultura proveniente de un grupo originario, más bien, Hall
asume que se trata de construcciones a partir de interacciones humanas.

En todo caso, como manifiesta Quijano, “la idea de ‘raza’ va llenándose de equívocos. No
deja su prisión original, que todo el tiempo mienta la diferencia de naturaleza entre vencedores y
vencidos, la ‘superioridad’ biológico / estructural de los primeros y, en general, de los ‘europeos’
sobre todos los no europeos” (1993, p. 761). Plantea el crítico peruano que “‘etnia’ y ‘etnicidad’
han terminado invadiendo y habitan ahora la categoría de ‘raza’. Desde entonces, ambas imágenes
nunca han dejado de andar entrelazadas para dirimir la desigualdad de europeos y no-europeos en
el poder, y han producido de ese modo lo que en términos actuales llamamos ‘racismo’ y
‘etnicismo”’ (1993, p. 762). En concomitancia con lo anterior, entendemos que el “racismo” se
asocia al establecimiento de una superioridad blanca en términos biológicos, y el “etnicismo”
apunta a la diferenciación entre cultura superior y cultura inferior, aunque siempre la
denominación “etnia” se les confiere a los grupos sometidos. Evidentemente el término “etnia”
tiene un marcado acento colonial que intenta, en forma subrepticia o anclada en una jerarquía
abierta de poder, establecer diferenciaciones culturales y sociales. El ya citado Quijano, quien ha
estudiado estas diferenciaciones, reflexiona en un juicioso planteamiento:

La separación formal entre “raza” y “etnia” ingresa bastante tarde, probablemente ya en el
siglo XIX, para separar biología de cultura, aunque no siempre claramente. Algunos autores
afirman que no hay registro del uso de términos como “étnicos” o “etnicidad”, sino hasta
después de la Segunda Guerra Mundial. Es dudoso, no obstante, que Mariátegui sea el
inventor de la palabra “étnica”, que usa antes de 1930. De hecho, los términos “etnología”,
“etnografía”, que implican la idea de “etnia” y “étnico”, están en uso desde temprano en el
siglo anterior. Parece ser que los franceses comenzaron a usar la idea de “etnia” para tratar
las diferencias culturales dentro de una misma “raza”, la “negra” en las colonias de África.
Si bien no implica siempre la causalidad biológica de la cultura, el término “etnia” alienta,
obviamente, la idea colonial de la “inferioridad cultural” de los colonizados, por su carácter
de “etnias”. De allí la idea de que la Etnología o la Etnografía fueran establecidas como
disciplinas de estudio de las culturas de los colonizados. Los europeos no eran “etnias”
entonces, sino “naciones”. En ese sentido, los pobladores de los países latinoamericanos no
son “etnias” en sus respectivos países, salvo si son “indios” (1993, p. 762).

En cambio, Rita Segato reacciona frente a los continuos abordajes sobre el asunto de la
raza y asevera que su énfasis está puesto en “raza también como trazo, como huella en el cuerpo
del paso de una historia otrificadora que construyó ‘raza’ para constituir ‘Europa’ como idea
epistémica, económica, tecnológica y jurídico-moral que distribuye valor y significado en nuestro
mundo” (2007, p. 156). Entonces, Segato entiende la apuesta hegemónica detrás del concepto y
queda claro que la cuestión de la “raza” fue inventada para justificar de un modo “natural” la
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expropiación de los pueblos subordinados, tanto de su herencia territorial como de su herencia
cultural.

Ahora bien, puede añadirse otro elemento que contribuyó a la porosa diferenciación
“racial” enrostrada en el corazón de la colonialidad del poder: la idea de una racionalidad
exclusiva e inherente a la cultura dominante, europea y blanca. Eso se traduce como la suposición
de que solo las clases hegemónicas podían producir conocimiento, entronizarse en la modernidad.
Una modernidad eurocéntrica que trae consigo el control y dominio sobre todas las relaciones de
poder. De este modo, se justifican las formas de explotación y marginación hacia los grupos
subalternos. Se produce una relación natural de dominación. La pureza de sangre, en principio; el
tener alma o no; pertenecer a una cultura subalterna o dominante, son factores determinantes que
asegurarán parsimoniosamente estructuras rígidas de poder y diferenciadas formas de la
colonialidad. Por lo que Walter Mignolo, haciendo una lectura del Estado-nación moderno,
preconiza que “la construcción de la nación y sobre todo del Estado-nación ha sido
conceptualizada y trabajada en contra de la mayoría de la población, en este caso, de los indios,
negros y mestizos. La colonialidad del poder aún ejerce su dominio en la mayor parte de América
Latina” (2000, p. 237).

El crítico argentino incluye un grupo especial que son los mestizos. Y es que este asunto
del “mestizaje”, como los conceptos que ya hemos trabajado, también es una propuesta
colonizadora que sobrepuja unas fuerzas hegemónicas en su cometida por dominar a los grupos
étnicos. La poeta Lucrecia Panchano sintetiza este fenómeno con la metáfora de la “mescolanza
racial” (2010, p. 106), en tanto que para ella es “confluencia de razas” (2010, p. 106), otros
podrían llamarla “etnicidades” trasladando la discusión al plano cultural. Por su parte, advierte
Segato que “el ideal mestizo bajo el cual se formaron los Estados nacionales de América Latina
[…] fue el brazo ideológico que secundó la represión que obligó a la multitud desposeída a temer
y silenciar memorias que vinculaban sus vidas con una historia profunda anclada en el paisaje
latinoamericano” (2007, p. 153). Es contundente este apunte, pues corre el velo y permite entender
que, detrás de la política del mestizaje, se esconde un afán por difuminar una historia, unas
cosmovisiones, unos imaginarios y una cultura que tiene constructos propios y reivindicaciones
legítimas, que en el crisol del mestizaje se pueden anular.

También señala Segato que la política del mestizaje, desde la apuesta de la hegemonía, solo
contribuyó a la “opacidad de la memoria” (2007, p. 153). Y agregamos que también ha permitido
que prácticas discriminatorias por asuntos de “raza” o “etnia” se excusen o silencien bajo el
pretexto de que ya hemos superado la brecha racial. Como recrea Frantz Fanon en su libro Piel
negra, máscaras blancas, el racismo pulula por las calles y se reviste de eufemismos como
“cuando se me quiere, se me dice que es a pesar de mi color. Cuando se me odia, se añade que no
es por mi color” (2009, p. 116). El colonialismo del poder está campante y todavía se sigue
subestimando la calidad de los descubrimientos mentales y culturales de las “etnias”. Todavía se
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viven experiencias como la mencionada por Fanon al decir que “el mundo blanco, el único
honrado, me negaba toda participación. De un hombre se exigía una conducta de hombre. De mí,
una conducta de hombre negro o, al menos, una conducta de negro. Yo suspiraba por el mundo y
el mundo me amputaba mi entusiasmo” (2009, p. 114). No puede plantearse una modernidad
sobre la base misma de la colonialidad: la erección de una “raza” en tanto que se le reconozca
como legítima o superior, sobre la subalternidad de otra(s) considerada naturalmente inferior.
Tampoco sobre el tapete de un pretendido mestizaje que se incita negador u homogeneizador.

En tanto, Serge Gruzinski pone de manifiesto que las discusiones sobre el mestizaje no
tienen la novedad que se les atribuye, aunque precisa que tampoco se trata de procesos
homogéneos. Contrariamente a lo que plantea Segato, Gruzinski adopta una posición más abierta
en el abordaje del tema y clarifica que “a menudo se asocia uniformización, mundialización y
mestizajes” (2000, p. 15). Y en este punto coincide con
Laplantine y Nouss, cuando señalan que
“casi siempre, el mestizaje es sistemáticamente confundido con las nociones no sólo insuficientes
sino inadecuadas de miscelánea, mezcla, hibridez e incluso sincretismo, que se ubican en el lado
opuesto del fenómeno” (2007, p. 1). Gruzinski establece que para entender el asunto del mestizaje
es fundamental indicar que no se trata de oponer mestizaje a la defensa de las identidades; es
decir, necesariamente, no hay una pretensión de anular una cultura logrando el ensalzamiento de
otra(s). Este planteo nuevamente desemboca en lo que subrayan
Laplantine y Nouss: “Para
muchos, el mestizaje sería la disolución de los elementos en una totalidad unificada, la resolución
eufórica de las contradicciones en un conjunto homogéneo, la expresión casi unánime de esa
‘mundialización’ o ‘globalización’” (2007, p. 1). De este modo, el mestizaje no trata de una
solución pacífica o un acuerdo de “dejación de diferencias” para subsumirse en una caldera en la
que se cuece la uniformidad, no remite a una cultura que “se encaja o se suelda” (2007, p. 3), sino
que se entendería, en términos alegóricos, como un cromatismo que no pretende la exclusión o la
homogeneidad.

Podemos comprender las posiciones de los últimos historiadores citados, pero en el juego
de poderes y hegemonías encuadrados en la colonialidad y que reaparecen en la poscolonialidad
cuando muy campante toma las armas del periodo precedente, aunque proclama su alejamiento−
no siempre sale ganando el respeto por las identidades y las diferencias culturales. El problema
es mucho mayor y habrá que revisarlo por entre las hendijas que dejan las formas de dominación
en las que muchas veces se asoman los esfuerzos por eclipsar una cultura debido a su “no-pureza”,
su “no-legitimidad”. Pues, como preconizan
Laplantine y Nouss, “podría tratarse de una
pluralidad imaginaria, a una ilusión de diversidad mantenida con todo y contra todo” (2007, p.
17). Ya habían advertido que, para encontrar los intrincados alcances del mestizaje, “debemos
estar más atentos a los pasajes que a los contactos” (2007, p. 4); ello indica que los procesos de
encuentro, de confluencias culturales, allí donde se entretejen las intenciones, los silenciamientos,
las imposiciones, enjuiciamientos, las categorizaciones acerca de si son “humanos”, “bárbaros”,
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“raza inferior” o “raza superior” y luego “etnias”; esos puntos de quiebre no pueden ser
soslayados, podrían ser las bisagras desde donde hay que asir la lectura y la comprensión del
mestizaje.

CONCLUSIÓN

Hemos realizado un recorrido desde la poesía negra hasta la revisión de estudios y
dinámicas geopolíticas recientes que permiten ponderar, sin la intención de haber agotado el tema,
que la literatura afrocolombiana es el conjunto de creaciones artísticas, escritas y orales, que,
reconociendo la historia, la cosmovisión, la cultura y el inventario de creencias y saberes de las
comunidades negras, se constituye en múltiples caminos para expresar la identidad negra e
intentar dignificar y sustentar la realidad histórica y actual de este grupo humano. Se pudo
establecer que las luchas reivindicatorias de la gente negra son un asunto persistente en la
literatura afrocolombiana. Las justificaciones van desde cuestiones políticas, sociales,
económicas y culturales, hasta tensiones en el canon literario nacional que ha corrido hacia la
periferia las producciones artísticas de los afrocolombianos. Pese a este desplazamiento, resulta
evidente que esta poética constituye formas válidas de interpretar y representar el mundo
conectadas con esa gran tradición que intenta exaltar la herencia cultural presente en Colombia.
Convergen aquí muchas dinámicas surgidas con el propósito de preservar el legado cultural, la
tradición oral y los imaginarios propios de los pueblos negros provenientes de África, pero
influenciados en América por la hegemonía de Occidente.

Existe un significativo número de escritores −entre los cuales destacamos a Hazel Robinson
Abrahams, César Rivas Lara y Amalia Posso Figueroa, objeto de nuestras últimas
investigaciones−, quienes, viviendo la cultura afrodescendiente, configuran en sus obras una
refuncionalización de los inventarios culturales heredados de los ancestros a partir de una estética
propia, liberada de esencialismos, como ha sucedido con otros movimientos que, como lo
señalamos, abordaron la cuestión étnica afanados por encontrar la supuesta esencia de la
africanidad. Empero, en la actualidad, se observa que la literatura afrocolombiana asume la
acometida de iluminar el juego de poderes y hegemonías encuadrados en la colonialidad y la
poscolonialidad, donde no siempre sale ganando el respeto por las identidades. Los escritores
descubren formas de dominación que intentan eclipsar una cultura en razón de esa supuesta “no-
legitimidad”, procesos de confluencias culturales y puntos de quiebre que se convierten en
bisagras desde donde hay que asir la lectura y la comprensión, por ejemplo, del mestizaje, el
racismo, el etnicismo y la racialización.
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