
Vol. 12/ Núm. 1 2025 pág. 2384
https://doi.org/10.69639/arandu.v12i1.748
Algunas Reflexiones Sobre la Identidad Latinoamericana en
la Crisis del Orden Colonial
Some Reflections on Latin American Identity in the Crisis of the Colonial Order
Jhon Jairo Mena Barco
jjmena@unac.edu.co
https://orcid.org/0000-0002-1850-7016
Corporación Universitaria Adventista (UNAC)
Medellín – Colombia
Artículo recibido: 10 enero 2025 - Aceptado para publicación: 20 febrero 2025
Conflictos de intereses: Ninguno que declarar
RESUMEN
A partir de los estudios de Carmagnani, M. (1984); Guerra, F. X. (1994); Funes, P. (2006) y
Vanegas, I. (2010), principalmente, se realizó un recorrido por las dinámicas sociopolíticas que
tensaron la definición de Latinoamérica. Se trata de pensar a América Latina transitando los
momentos en los que se presenta como un problema donde confluyen distintas identidades,
cosmovisiones, grupos raciales, hegemonías, estructuras políticas y administrativas que
complejizan este proyecto. En ese estado de cosas, se suscitan algunas reflexiones sobre las
implicaciones de construir una identidad americana en medio de la crisis que generó el orden
colonial motivado por las revoluciones de independencia y las distintas propuestas políticas e
intelectuales que detonaron con miras a cimentar los valores latinoamericanos. Al cierre de este
estudio, se dará una mirada a las tensiones de la modernización impulsada por las oligarquías lo
que ha agudizado aún más la construcción de Latinoamérica.
Palabras clave: identidad, latinoamérica, crisis, colonialidad, oligarquía
ABSTRACT
Based on the studies of Carmagnani, M. (1984); Guerra, F. X. (1994); Funes, P. (2006); and
Vanegas, I. (2010), primarily, a journey was made through the sociopolitical dynamics that
strained the definition of Latin America. It is about thinking of Latin America navigating the
moments in which it presents itself as a problem where various identities, worldviews, racial
groups, hegemonies, political and administrative structures converge, complicating this project.
In this state of affairs, some reflections arise on the implications of constructing an American
identity amidst the crisis caused by the colonial order, motivated by the independence revolutions
and the different political and intellectual proposals that emerged with the aim of cementing Latin
American values. At the conclusion of this study, a look will be taken at the tensions of
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modernization driven by the oligarchies, which has further sharpened the construction of Latin
America.
Keywords: identity, latin america, crisis, coloniality, oligarchy
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INTRODUCCIÓN
A principios del siglo XIX la Monarquía Española se ve seriamente amenazada, pues se
desintegra su estructura. La acefalía en la que se encontraba el estado hispánico, de un lado, y los
estragos de orden económico, político y jurídico que trajo consigo la invasión francesa a la
Península, sazonaron el escenario para la continua resistencia y las luchas por la emancipación de
las colonias hispanoamericanas. Pese al vacío de poder evidente y al desorden social que se
suscitó tanto en la España europea como en la América hispánica, sorprende que en esta última
no se produjera un contundente rechazo a la autoridad de la Corona, pero sí un apoyo decisivo,
aunque con algunos alzamientos populares inevitables.
La situación social y política en la Península, como en la América hispánica, era de
constante tensión. La crisis palpitante ataca primero al centro del imperio y luego se desperdiga
hasta las colonias. Detona una ruptura con el antiguo régimen monárquico y en la caldera
hispanoamericana se producen con similares entramados las revoluciones de independencia.
Guerra (1994) hace hincapié en este punto y se refiere al proceso revolucionario como en singular,
pese a las especificidades que caracterizaron las gestas de la América española, y lo justifica dado
que, aunque cada región tenía sus propias condiciones económicas y sociales, la coyuntura
política que las afectaba era común y el dilema sociopolítico español resultó consecuente con el
americano: había un vacío de poder y una latente amenaza francesa. No obstante, se reconoce la
autoridad suprema de la Junta Central, se apura lo que Guerra denomina “Modernidad política”,
entendiéndola como la adopción de “ideas, principios, imaginarios, valores y prácticas” (1994, p.
195) en el orden jurídico y social recientes. Así las cosas, esa crisis de orden colonial delinea los
debates que constituyen, a nuestro juicio, la filigrana de la identidad americana: la organización
social anterior a la revolución, el concepto de Estado-Nación y la defensa del territorio.
DESARROLLO
La crisis del orden colonial y las revoluciones de independencia en América Latina:
diferentes perspectivas acerca de la identidad americana
Era común en la América española anterior a la revolución que la sociedad estuviese
estrictamente demarcada, es decir, que de manera natural se habían establecido privilegios y
obligaciones que funcionaban, aunque con tensiones y porosidades. El soberano −el rey y su casa−
ejercía el control político y social de los pueblos americanos, determinaba qué tipo de educación,
académica y religiosa, recibía cada cuerpo –grupo social diferenciado: cofradías, universidades,
gremios, ciudades, militares y religiosos, etc.− y a qué oportunidades tenían acceso; de manera
que cada sector de la sociedad respetaba y aceptaba “lo que se merecía”. El rey garantizaba la
dinámica armónica y cada intento por afectar ese ecosistema era rápidamente sofocado (Rojas,
2007), como cuando se presentaron alzamientos de algunos grupos étnicos –negros e indígenas,
sobre todo−, respecto a lo cual volveremos más adelante. Así las cosas, el concepto de igualdad

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no era consecuente con el momento, pues se nacía en una posición social, en una jerarquía, y
debía mantenerse en ella por condición natural y orden establecidos. Cada cuerpo social tenía una
responsabilidad con el todo que era necesario garantizarse, pues, como analiza Vanegas, la
jerarquización “era una virtud en el sentido que si cada individuo ocupaba un lugar visiblemente
diferenciado y hacía en él lo que le estaba prescrito, la sociedad funcionaría de manera arreglada.
Era necesario que existieran ricos y pobres, nobles y plebeyos, amos y esclavos como grupos
interdependientes” (2010, p. 75).
La figura del rey, como revela Vanegas, “encarnaba las virtudes que permitían a la sociedad
lograr el fin a que ella debía consagrarse, puesto que se creía que la sociedad no estaba librada a
la contingencia de un destino que pareciera nacer de ella misma, sino que tenía un deber ser que
le era preexistente, y el cual debía alcanzar” (2010, p. 75). Esto indica que en la América española
el modelo de sociedad estaba preestablecido y perfectamente diseñado para que, pese a las
arbitrariedades y contingencias del sistema monárquico, pese a la crisis económica y
administrativa que trajo consigo la invasión napoleónica, las gentes continuaran leales a la
Corona. De este modo, ese marcado descontento de las élites americanas frente a la figura del rey,
tan reseñada y encomiada en la historiografía latinoamericana, suscita una revisión un tanto más
profunda y sospechosa. Añádasele a lo anterior, que el rey representaba en el marco de la fe
católica que se enseñaba, imponía y refrendaba, la figura bondadosa supuestamente “escogida”
por Dios para dirigir al pueblo. Es que la religión –católica− sirvió para intensificar en la sociedad
la sumisión y el respeto hacia el monarca –o quien fuese su inmediato representante, según los
cuerpos sociales marcadamente establecidos−; de ahí que esa cuestionable visión de lo religioso
quedó tan arraigado en la América española y en la Península. Podría pensarse que esos rezagos
de subalternidad, aquella conciencia de autosometimiento a lo extranjero –lo europeo,
principalmente− ese tufillo de disimulada inferioridad que pulula en el ambiente americano y que
todavía tiene marcada permanencia− remite en cierta medida sus orígenes en la entronización del
rey como figura superior, inalcanzable, incuestionable, casi una deidad.
Hay otro punto para entender. Si “A semejanza de Dios, el rey aparecía también como
prenda de la concordia, estado considerado consustancial al régimen monárquico por oposición a
los desgarramientos a que se asociaba la república” (Vanegas, 2010, p. 76), deviene apenas
previsible la lealtad a la monarquía por parte de la América española en tiempos de crisis y la
consideración durante tantos años, respecto a que el estado monárquico era la mejor opción de
gobierno y la manera más conveniente para garantizar la felicidad y el orden del pueblo. La
posibilidad de reclamar un estado republicano fue estratégicamente adormecida en la conciencia
colectiva, pues se preconizó durante siglos que “uno de los motivos de orgullo de pertenecer a la
monarquía hispánica podía ser, por lo tanto, el reconocimiento de que ella había resguardado a
sus súbditos de la violencia entre las naciones, así como de las convulsiones y los desórdenes de
la Europa” (Vanegas, 2010, p. 76).

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Ahora bien, se ha reconocido que entre los habitantes de la América española y los
peninsulares, como deja entrever Guerra, se mantenían relaciones relativamente cordiales, parecía
que se disfrutaba la pertenencia a la monarquía católica española, se reconocían como vasallos de
la España. Además, eran comunes los negocios entre americanos y peninsulares. Mucho del
pensamiento ilustrado español permeó las mentes de las élites americanas y los debates
intelectuales, las producciones literarias, estaban completamente influenciados por la cultura
europea. No era menor el arraigo de usos y costumbres a la manera peninsular. Sin embargo,
igualmente merece especial estudio, como ya se ha subrayado, que en la América española
también se produjeron alzamientos por parte de algunos grupos étnicos. No todos estaban tan
conformes con el vasallaje, pese a las estrategias de la Corona, sobre todo los menos privilegiados
–negros e indígenas−. Por entre la fisura del sometimiento y la esclavitud que sufrieron algunos
grupos de la sociedad americana −bastante aplacada en la primera década del siglo XIX, pero con
consecuencias determinantes− se pueden encontrar otros elementos para leer las de por sí
complejas crisis colonial e identidad americana.
El caso neogranadino, por afecto y por conocimiento, nos sirve de ejemplo para entender
esta fisura de la que hablamos. Indígenas y negros representaban la esfera menos conforme de la
sociedad, inconformidad que todavía persiste, aunque con variados matices. De los dos grupos,
eran los negros quienes desde el siglo XVI constituían el grupo humano más sometido, pero
también, el que más se resistía al sistema esclavizador, generándole problemas al sistema
monárquico. De acuerdo con el historiador colombiano Jaime Jaramillo, desde los primeros años
de la Conquista comenzaron a traerse negros a la Nueva Granada para obligarlos a trabajos
forzosos, principalmente los de Guinea, bajo el argumento de que eran “infatigables” para las
tareas difíciles. Se trajeron negros para Santa Marta, Antioquia, Santa Fe, Cartagena, inicialmente
(Jaramillo, 1963).
Según Jaramillo, hacia el siglo XVIII, en regiones como Cali y el Cauca, la población
negra, tanto libre como esclava, era mayor que la blanca, lo que resultaba bastante riesgoso para
la sociedad española. Pero el negro era muy necesario, no solo para el trabajo minero, sino para
la agricultura, la ganadería, la artesanía, el trapiche, el trabajo doméstico, como carguero y boga,
especialmente en el Magdalena y el Cauca; como mercancía de venta por la cual se obtenían
grandes capitales a favor de personas individuales y, en especial, para la Corona española. La
mano de obra humana se había convertido en el más eficiente factor de producción debido a la
incipiente tecnificación económica, situación que perduró con escasas modificaciones hasta
principios del siglo XIX. El historiador colombiano cuenta que la legislación colonial no favorecía
a los traídos de África, pues
“sorprende ver la situación de inferioridad en que se encontraba el negro ante la legislación
colonial, especialmente cuando se le compara con la que tuvo el indígena. La política de la
Corona a partir de la promulgación de las leyes protectoras de Indios (1542), parece haber

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sido defender el indígena y desplazar las más duras tareas económicas y sociales hacia el
negro” (Jaramillo, 1963, p. 21).
Las distinciones frente a negros e indígenas acrecentaron la rivalidad entre ambos grupos.
Y, como sus principales esclavizadores eran los blancos, quienes lo hacían en nombre del rey, la
actitud del negro frente a la Corona no era de total lealtad, sino de repudio y sofocante alzamiento.
La liviandad de las leyes que regulaban el tratamiento de esclavos facilitó el abuso y la tortura de
este sector de la población. “Hubo casos de suicidio e infanticidio como forma de escapar a
situaciones crónicas de maltrato” (Jaramillo, 1963, p. 32), los cuales obligaron a largos juicios
que muchas veces no quedaban resueltos o terminaban con terribles torturas para los culpables.
Agrega Jaramillo que:
“El estado sanitario de los esclavos, especialmente de los viejos, era deplorable […] eran
frecuentes en ellos las enfermedades de la piel (llagas, apostemamientos), lo mismo que la
falta de piernas y dedos […], lepras, y los casos de locuras y enfermedades nerviosas”
(p.34). Por otra parte, refiere Jaramillo que fueron muchos los casos de negras abusadas
sexualmente por sus amos blancos y “la promesa de libertad hecha a las esclavas a cambio
de sus favores amorosos tan frecuente y desde luego lo era también su incumplimiento”
(1963, p. 36).
Todos estos vejámenes a los que eran sometidos los provenientes de África hicieron
germinar con trascendentales consecuencias su agresiva rebelión. Describe Mcknight que “en
todas las colonias españolas a las que fueron traídas a la fuerza personas esclavizadas en las
costas de África, éstas huían de sus amos y formaban comunidades clandestinas llamadas
―según el lugar― palenques, quilombos, cumbes o macombos” (2011, p. 99). Así las cosas, y
aunque para 1808 habían mejorado algunas circunstancias para el negro, pues se le reconocían
ciertos derechos, seguía hirviendo en este grupo humano de la América española, las ansias por
la libertad; a ellos les favorecería más un estado republicano consecuente con la modernidad
política que tomaba fuerza en Europa bajo los ideales de la igualdad. Es evidente, entonces, que
la crisis de orden colonial también está atravesada por los alzamientos internos que se produjeron
entre los componentes de la sociedad.
Avanzando con otro tópico para entender la crisis colonial y la identidad americana,
observamos que es entre 1808 y 1810 cuando se produce la ruptura con el régimen monárquico,
entonces, la construcción de una estructura política que gozara de solidez y autonomía agrupa las
fuerzas americanas. Se trataba de un modelo soberano que igualara los pueblos de ultramar con
los modelos de nación que se forjaban en el mundo, una apuesta por la modernidad política de la
cual se ha hecho mención. Si desaparecía la legitimidad del rey, la erección del Estado-Nación
sobrepujaba su validez como alternativa. Esta tensión se producía también en la península, cuyas
élites estaban aprovechando la efervescencia para reclamar legitimidad estatal. Así, como precisa
Guerra, “va a provocar la mutación política de las élites españolas y a darles su primera y

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fundamental victoria: la reunión de las Cortes en Cádiz y la proclamación de la soberanía
nacional, que abre la vía a la destrucción subsecuente del antiguo régimen” (1994, p. 196). El
concepto de soberanía enardece las ambiciones de las élites, tanto peninsulares como americanas
–parece que más en América, puesto que los informes de pequeñas y grandes revoluciones son
constantes−, ya que se pretendía que ese Estado-Nación estuviese “fundado sobre la soberanía del
pueblo y dotado de un régimen representativo” (Guerra, 1994, p. 197). El afán era más por
equipararse con los regímenes europeos del momento que por pretender una ruptura radical con
las políticas hispanas.
Aquí pasa a segundo plano la discusión sobre temas religiosos y étnicos. La misma
dinámica de la revolución va suscitando un cambio en la ideología de las élites y el
desmoronamiento de la Monarquía. El tema de las abdicaciones –la de Bayona, la del rey
Fernando VII con la subsecuente asunción de Napoleón y luego su hermano José, como caso
especial− y el vacío de poder evidente van inflamando la revolución. Se acrecienta el apoyo a
Fernando VII, motivado en gran parte por los dirigentes locales, urbanos y rurales, y se desborda
un sentimiento de patriotismo primero en la Península, luego en América. La fidelidad al rey es
la consigna, asunto que concita, en gran manera, incluso a los grupos menos privilegiados. Se
producen juramentos de todo tipo en función de incitar la fidelidad al rey. Una sociedad que había
sido educada tan estrictamente en el amor al monarca ahora reproducía su devoción. Entonces se
mueven como nación “por esa unidad de sentimientos y voluntades” (Guerra, 1994, p. 201),
súmele actitudes y valores. Si se quiere, se va forjando un concepto de americanidad erigido por
la crisis suscitada. Y la necesidad de apoyar al soberano, es una especie de “asociación pactista o
contractual” (1994, p. 201), como lo señala Guerra. En torno al apoyo al rey se va fortaleciendo
el concepto de nación vista como una “asociación voluntaria de individuos iguales” (Guerra,
1994, p. 201). Poco a poco llegó el hundimiento del absolutismo político, se crean juntas
insurrectas sin una sólida ideología. Tanto en la América española como en la Península se tenía
claro que en ausencia del rey el poder soberano debía recaer en la nación, cosa que luego se
reconoce en la reunión de las Cortes en 1810. Sin lugar a duda, fueron los ideales de la Revolución
francesa, el régimen inglés y los gobiernos despóticos de la península los que agitaron la
constitución de una nación libre con pretensión soberana.
En última instancia, nos detendremos en otro de los debates que generó la crisis de la
revolución: la defensa del territorio. Si bien en la España peninsular se pensaba la Monarquía
como una estructura unitaria, en la España americana se la veía como plural. Eran evidentes los
roces al interior de las élites, sobre todo si se establecía diferencia entre europeos americanos,
americanos y el resto de la estructura social. En la América española había una gran preocupación
por la igualdad política con la España peninsular. Y este asunto venía realizando una parsimoniosa
división en el conglomerado español, pues, como analiza Guerra:

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“desde mediados del siglo XVIII las élites ilustradas peninsulares tendían a considerar a
los reinos de Indias no como reinos y provincias de ultramar, sino como colonias, es decir,
como territorios que no existen más que para el beneficio económico de la metrópoli e
−implícitamente− carentes de derechos políticos propios” (1994, p. 204).
Este trato de segunda, esa visión de la América como lugar de usufructo exacerba la defensa
del territorio. Se agudiza el problema de la creación de juntas de gobierno con igual legitimidad
que las españolas, las cuales, de alguna manera, ejercerían el liderazgo que se necesitaba ante el
vacío de poder en España. Si se gritaba que ambas partes de la Monarquía –americanos y
españoles− eran iguales, entonces también debía reconocerse la autoridad de las instituciones
creadas en América. Los reinos de ultramar reclamaban la legitimidad basada en el
reconocimiento de los pueblos y el derecho a tener representación en el gobierno español. Cada
ciudad capital quedó en la libertad de reconocer a la regencia. Las discordias entre los pueblos
americanos se acrecentaron y se produjeron, incluso, enfrentamientos entre ciudades. Finalmente,
no solo se ejecutó la ruptura con la Monarquía como estructura, sino también, con el rey.
Una vez las cortes proclamaron la soberanía nacional, se abrió paso a la libertad de prensa
y se promulgó la nueva Constitución de la Monarquía española, se instaura “un régimen
representativo, la separación de poderes, las libertades individuales, la abolición de los cuerpos
y estatutos privilegiados (entre ellos el de los indios), la igualdad jurídica de las localidades
(erigidas en municipios y gobernadas por ayuntamientos), el carácter electivo de la mayor parte
de los cargos públicos” (Guerra, 1994, p. 221). Esta es una apuesta por la modernidad con miras
a que América se forje como una pluralidad de pensamientos donde el pacto entre los pueblos se
constituya en el elemento que construya la nación y la identidad americana. Se trata de preservar
la integración del territorio y fortalecer la soberanía nacional como fuerte anclaje de la
modernidad.
Sentidos y dinámicas en torno de las apuestas políticas e intelectuales en la construcción de
la idea de América Latina
Como quiera que Latinoamérica incluye un vasto territorio geográfico en el cual convergen
distintas visiones de mundo, variopintos usos y costumbres, historias ya diversas, ya compartidas,
y un entramado cultural de compleja interpretación; entonces no es preciso determinar cuál es la
esencia de lo latinoamericano, sino preguntarse cómo ha sido construido este proyecto
sociopolítico y qué elementos han intervenido en su consolidación. Es sabido que en principio el
nombre América fue en honor a Américo Vespucio, pero la nominación romántica “latinos” se
concibe más como una manera de nombrar a aquella parte del continente que hablaba una lengua
proveniente del latín como tronco lingüístico común. También hubo otras consideraciones al
nominar este vasto territorio, como las del colombiano Torres Caicedo y el chileno Francisco
Bilbao, quienes a mediados del siglo XIX hablan de lo latino como adjetivo para referirse a ese
grupo humano que se defendía de una amenaza externa, el imperialismo.

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El imperialismo puso al descubierto la compleja dependencia económica de Estados
Unidos por parte de las sociedades americanas, lo que generó una reacción política e ideológica
de cohesión, se reforzó la identidad americana, ya que era necesario unificar criterios en contra
del imperialismo −antiimperialismo−. La Conferencia Internacional Americana de octubre de
1889 y abril de 1890, asume la tarea de reunir en un mismo proyecto a los países de la región bajo
la ideología de la expansión y el desarrollo industrial (Funes, 2006). El secretario de Estado acuña
la nominación “Nuestra América” tal vez como un subterfugio que pretendía animar a los países
del naciente Panamericanismo para que se opusieran a la influencia económica europea e inglesa
−principalmente−, sin renegar de la hegemonía estadounidense. Era una estrategia que esgrimía
el argumento de la unidad territorial, es decir, nos une el habitar de este lado del mundo, en
consecuencia, debemos cooperar, lo que se entendía más como un sometimiento a las políticas
expansionistas del país del norte. Estados Unidos disimulaba sus propósitos de expansionismo
económico enarbolando la bandera de la supuesta civilización para Latinoamérica.
El peligro que se escondía tras la Primera Conferencia Panamericana fue expuesto por José
Martí al señalar que la pretensión estadounidense era extender sus dominios y monopolizar el
comercio con América Latina. Advertía el escritor cubano que la independencia de la “tiranía
española” tan luchada en este lado del mundo debía servir como aprendizaje para no volverse
vasallos de Norteamérica, pues “ha llegado para la América española la hora de declarar su
segunda independencia” (Funes, 2006, p. 209). Invita, además, a reflexionar sobre las
implicaciones de esa modernidad política que se desplegaba sobre Latinoamérica y que traía
consigo la entronización en la sociedad y la economía de monstruos como el utilitarismo, el
materialismo y el pragmatismo. Era un llamado a cuestionar los peligros del avance que se
pretendía a costa de subestimar la profundidad de los valores ponderados como la fortaleza de los
pueblos.
La preocupación del político y poeta cubano va mucho más allá de cualquier esencialismo
o miedo a la modernidad como podría pensarse sin una reflexión profunda. Cuando él critica el
concepto de civilización a la manera norteamericana y asocia civilizar a colonizar, intentaba poner
de plano las argucias que se escondían en ese proyecto civilizatorio, aparentemente progresista.
Estados Unidos veía a Latinoamérica como una “subraza”, incapaz de solucionar sus propios
problemas, incapaz de administrar sus recursos, incapaz de gobernarse. Viene a la sazón recordar
que esa era la misma visión que caracterizó la dominación española. Para Martí “la civilización
es el pretexto con que el hombre europeo tiene derecho natural a apoderarse de la tierra ajena
perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra dan al estado actual de
todo hombre que no es de Europa o de la América europea” (Funes, 2010, p. 210).
En la advertencia del cubano se advierte una profunda reflexión alrededor de la historia
latinoamericana, pues el pretexto de civilizar ha sido argumentado para someter al pueblo de ese
lado del mundo, invisibilizando la cultura, los usos y costumbres, la cosmovisión y todo aquello

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que por su naturalidad se constituye identitario en América Latina. Es necesario parangonar el
método de civilización a la manera europea frente a la estrategia norteamericana. Estados Unidos
proponía monopolizar el comercio e, incluso, acuñar una moneda de curso legal en toda América,
a lo que Martí se opuso y preconizó la necesidad de la unión de los países latinoamericanos.
Europa durante la conquista impuso su cultura y su lengua –su escritura alfabética por demás−.
La imposición de su visión de mundo sumado al poder económico fueron los principales
instrumentos del colonizador para erigirse como amo y condenar a los originarios a la
subalternidad.
En este punto conviene recordar que Ángel Rama, en su famoso ensayo La ciudad letrada,
expone las complejidades alrededor del uso de la letra como instrumento de poder y sometimiento.
En el período colonial, la sociedad americana estaba radicalmente polarizada: élite letrada frente
a la muchedumbre analfabeta; raza blanca y “superior”, etnias “inferiores”; lo que ofrecía el
escenario propicio para erigir una estratagema que justificara el supuesto ordenamiento del
territorio. La palabra escrita, estandarte de los religiosos, administradores de la Corona, dignos
servidores, maestros y privilegiados, se convirtió en el motor de la nueva organización social.
Rama reseña el proceso de formación de las ciudades, que imponía, en su “nuevo orden”, la
división geométrica del territorio, la estructuración arquitectónica, la administración y gobierno,
la jerarquización eclesiástica. El funcionamiento de esta organización implicaba el conocimiento
de las letras, la escritura se convirtió en condición indispensable para fortalecer ciertos círculos
herméticos de poder. Esa omnipotencia de la escritura como sistema atávico al poder, que en
América ─y gran parte del mundo─ se la ponderó por encima de las otras formas de pensar no
verbales, provocó un parsimonioso, pero cruel menosprecio a los otros sistemas (Rama, 1998).
El crítico uruguayo señala que la élite letrada emprendió incesantes esfuerzos por
evangelizar a la población indígena ─posteriormente al negro─. La “evangelización
(transculturación) de una población indígena que contaba por millones, a la que se logró
encuadrar en la aceptación de los valores europeos, aunque en ellos no creyeran o no los
comprendieran” (Rama, 1998, p. 34). Esa imposición de saberes, que incluía también la lengua,
facilitó el menosprecio por la oralidad, vehículo natural y espontáneo a través del cual se
expresaban los aborígenes (Rama, 1998). Paulatinamente se produjo, como precisa Rivas Lara,
“la aceptación de los repertorios llegados de la Península” (2001, p. 14). De esta manera, advierte
Vivas Hurtado, que la escritura alfabética estimuló
“la exclusión, pues no se les brinda a todos. La marginalidad, pues no se imparte por igual
y al mismo nivel. La manipulación, pues son apenas unos pocos quienes tienen derecho a
fijar y modificar sus reglas. La servidumbre intelectual, pues cuando se le aprende con
maestría, no se le quiere dejar, se le idolatra, se le celebra sin atreverse a cuestionarla, y
gracias a este fetiche se procede a descalificar el conocimiento que producen los otros
medios” (2009, p. 18).

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La visión crítica que propone el escritor apunta a descalificar la omnipotencia de la
escritura alfabética como sistema atávico al poder, que en América ─y gran parte del mundo─ se
la ponderó por encima de las otras formas de pensamiento no verbales, provocando un
parsimonioso, pero cruel menosprecio por los otros sistemas. De ahí que, en la segunda década
del siglo XX, reconoció el intelectual peruano Mariátegui que no había que occidentalizar al
indígena para hacerlo moderno (1976). Reflexionando en que el problema no estaba en civilizar
al indígena y que el alfabeto del blanco no levantaría el alma del indio. Efectivamente, de manera
paulatina se produjo la aceptación de los repertorios y saberes llegados de la península, en
términos de Rivas Lara. De este modo, “las políticas colonialistas, primero, y, luego, las
republicanas, enseñaron de manera consecutiva y gradualmente ascendente el privilegio de las
letras y los números sobre formas de pensamiento no alfabéticas” (Vivas Hurtado, 2009, p. 21).
Ahora bien, el modernismo también construyó un proyecto antiimperialista que intentaba
el rescate de los valores espirituales desprendidos del pasado hispánico y la religión católica.
Rubén Darío, el poeta nicaragüense, máximo representante de este movimiento literario, proclama
desde su poema “A Roosevelt” que Estados Unidos es un “invasor” que quiere apoderarse de “la
América ingenua” (1904, p. 343). Reconoce con cierto sarcasmo las huellas de la colonización
europea, como son la religión católica y la lengua española. Detesta la arrogancia norteamericana
que pretende ser el germen del progreso, sin importar el costo de su intromisión egoísta.
Sorprende, también, que el poeta, posteriormente, con motivo de la Tercera Conferencia
Panamericana realizada en Río de Janeiro en 1906, escribiera el poema “Salutación del águila”
en el cual exalta a los Estados Unidos como el país que traería gloria, esperanza y paz a
Latinoamérica (1907, p. 20); termina siendo meliflua y contradictoria la posición del vate
nicaragüense.
Sobresalen en las luchas antiimperialistas, el argentino Manuel Ugarte y el uruguayo José
Enrique Rodó. Ugarte (1953) batalló contra la hegemonía estadounidense, sus escritos y
conferencias se convirtieron en una proclama demostrando el peligro del dominio pretendido por
Estados Unidos sobre América Latina. Tras presentar una radiografía de la dominación y la
evidente debilidad de los pueblos latinoamericanos, proponía una urgente unidad entre los países
sin descartar una posible alineación respecto a Europa, que considera, por lo demás, menos
negativa. En México obtuvieron mucha acogida sus propuestas y fue visto como vocero de la
Revolución Mexicana.
José Enrique Rodó se constituye en una figura predominante en la esfera del modernismo
literario por sus ensayos críticos, su estilo refinado y la vigorosa defensa del americanismo. Su
libro Ariel: motivos de Proteo (1985) de corte pedagógico, pero con una profundidad filosófica
admirable, “recreaba en términos dicotómicos una América Latina espiritual e idealista (Ariel)
enfrentada a unos Estados Unidos pragmáticos y materialistas. Con esa operación impulsaba la
unidad por la diferencia y la comunidad cultural de América Latina” (Funes, 2006, p.216). Se

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aprecia en la obra que el uruguayo pretendía hacerles un llamado urgente a las juventudes para
que no se dejaran obnubilar por el materialismo estadounidense y, por el contrario, entronizaran
la latinidad de América que implicaba el amor por lo bello y el buen gusto. Frente a la aplastante
hegemonía del país del norte, era imperativo para Rodó cultivar el idealismo espiritual que
encontraba su mejor cantera en la democracia, pues esta forma de gobierno posibilitaba la
participación de todos en el ejercicio del poder, así como la igualdad social. En suma, la apuesta
de Rodó se sustenta en un espíritu antinorteamericano, la defensa de un territorio moral y estético
y la afirmación de los valores que determinan lo latino.
Más tarde, en la década del veinte muchas de las ideas que germinaron con Rodó tendrían
mayor desarrollo. Urgía la reivindicación de la raza americana. En esa búsqueda de la identidad
se propuso, incluso, la exaltación de los valores y cultura indígenas –ver indigenismo−, en
contraposición de cierto desprecio hacia lo europeo y europeizante. En este sentido, los aportes
de José Ingenieros, el Movimiento estudiantil, organizaciones antiimperialistas como ULA,
APRA LADLA se revisten de gran importancia por cuanto representan una visión fresca, pero
igualmente férrea ante al antimperialismo, permeadas por las lecturas sobre la Primera Guerra y
la Revolución Rusa. Se promueve una transformación social que atendiera las particularidades de
cada región, pues, por ejemplo, para Ingenieros cada nación ameritaba una reforma distinta
(Ingenieros, 2020). Así las cosas, estos movimientos intelectuales ubicaban la lucha más allá del
plano moral, ideológico –que defendió Rodó− y se adentraron en condenar el panamericanismo,
la intromisión de la iglesia en todos los asuntos políticos, la nacionalización de las fuentes de
riqueza y el respeto a la democracia.
Y es que el respeto a la democracia implicaba el reconocimiento y reivindicación de
aquellos grupos humanos que, aunque producían la mayor parte del sustento de la nación, eran
explotados y subvalorados. Aquí es necesario reconocer el papel del pensador y político peruano
Víctor Raúl Haya de la Torre, quien funda la Alianza Popular Revolucionaria Americana
−APRA− cuya defensa de la clase obrera y campesina, la unidad política de América Latina en
pie de lucha contra el imperialismo yanqui y la nacionalización de las tierras y las industrias
americanas, se convierten en sus consignas más sobresalientes. Se trataba de un movimiento que
ambicionaba erigirse a escala regional como la unión latinoamericana, “indoamericana” −en
términos del aprismo−. Haya de la Torre analiza los estragos del imperialismo enmarcados en un
capitalismo que no reconoce que las sociedades americanas son esencialmente feudales y,
además, son objeto de saqueo por parte del imperio, son “semicoloniales”. Haya de la Torre
invitaba a que las clases medias se unieran al conjunto de los grupos explotados de manera que
lograran mayor firmeza en su lucha contra el imperialismo (Haya de la Torre, 1986). Se subraya
aquí su preocupación por conquistar la adhesión de los indígenas que para él constituían una
fuerza históricamente menospreciada.

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Este punto de las razas también convocó la lucha de José Carlos Mariátegui, aunque con
ciertos matices especiales si se lo compara con el indigenismo. No concebía la nominación de
semicoloniales, en términos políticos, que se le indilgó a las repúblicas latinoamericanas, pues el
reconocimiento de la soberanía nacional estaba al calor de la lucha. Menospreciaba el poder de la
burguesía para liderar un proyecto nacional, ya que esta clase cooperaba con el imperialismo.
Categóricamente dijo que “la aristocracia y la burguesía criollas no se sienten solidarias con el
pueblo por el lazo de una historia y cultura comunes. Se sienten ante todo blancos” (Funes, 2006,
p. 243). Entonces, de acuerdo con Mariátegui, había que acudir a la cultura y el imaginario
indígena que se configuraba como la vértebra para la construcción de una identidad nacional. Perú
era esencialmente indígena, así que las bases de ese nacionalismo debían buscarlos en esa
cosmovisión, en la fuerza del mito que le concede nervio y emoción a la lucha. La sangre de la
revolución no la veía en la razón, en la ciencia, sino en la fe, la espiritualidad, en su voluntad que
para Mariátegui tenía raíces fecundas en el mito.
Hasta este momento la búsqueda de perspectivas intelectuales tratando de construir la
identidad de América Latina nos han llevado desde la lucha por la modernidad política en
Latinoamérica, pasando por las gestas antiimperialistas con sus debates sobre nación, capital,
soberanía, clases sociales, raza, entre otros tópicos. De todo esto se derivó en la década del veinte
la reflexión sobre un nombre que recogiera la identidad americana. Hispanoamérica, Panamérica,
Eurindia, Andesia, Indoamérica son discusiones que, a la sazón de apuestas económicas, sociales,
políticas, ideológicas y hasta raciales, delinean el panorama de una América mestiza, diversa,
multicultural, que sigue afrontando el problema de la colonialidad. América es confluencia y ello
implica la posibilidad de que convivan en este crisol distintas cosmovisiones atravesadas por una
historia compartida.
CONCLUSIÓN
Al cierre: Una mirada a las tensiones de la modernización impulsada por las oligarquías
Al realizarse una radiografía de los cambios ocurridos en América Latina a mediados del
siglo XIX, encontramos que en materia de organización económica y social se había innovado de
manera considerable con respecto a la época colonial –aunque la historiografía parezca
desconocer este punto−. Se trataba de cambios en la continuidad. Carmagnani (1984) compara
este fenómeno con la época colonial y señala que, por ejemplo, el comerciante boliviano que se
enriquece explotando las minas de plata es parecido al comerciante del siglo XVIII que prestaba
mercancías y dinero a pequeños productores mineros; del mismo modo, el político liberal que en
forma aguerrida, a la manera de los radicales de independencia, interviene en política. Así las
cosas, las primeras décadas de mediados del siglo XIX están determinadas por la hegemonía
oligárquica construida sobre la base del control de los sectores productivos, el ejercicio despótico

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de la política y el dominio de las clases sociales consideradas subalternas, quienes en múltiples
ocasiones intentaron sublevarse, pero fueron audazmente sofocadas.
Resulta claro que quienes tenían el control sobre todo eran las élites más privilegiadas, los
cuales estrecharon importantes negociaciones con otros países –sobre todo europeos−; de esta
manera, se produjo una expansión de las economías industriales europeas por la creciente
demanda de productos primarios. La minería se convirtió en una de las principales actividades
económicas permitiendo la explotación y comercialización exterior –modelo agro-minero
exportador−. Aquí Estados Unidos se constituyó en un gran explotador minero y comercializador
de productos agrícolas. Como quiera que cada región de América Latina se dedicara con cierta
exclusividad al ejercicio de una actividad, la comercialización latina se diversificó. Entonces se
delinean dos ramas, de un lado la economía europea basada en la exportación y que posibilitó la
ampliación de la frontera hacia el área geográficamente productiva con pleno monopolio de la
oligarquía y, por otro lado, la economía precaria a cargo de los indios, quienes se resistían a la
dominación y, en consecuencia, muchos fueron exterminados –recordemos la época colonial−,
como sucedió en Chile con la ocupación de las zonas de los indios mapuches.
El tema de fondo salta a la vista: en América Latina la posesión de la tierra siempre ha sido
causa de tensiones entre grupos sociales, por supuesto, la población considerada subalterna –
indígenas, negros− ha sido sacrificada y menospreciada a cambio del usufructo de las élites
oligárquicas y religiosas. Salvo algunos momentos, cuando latifundistas y pequeños propietarios
convivían, aunque con tensiones, la tenencia de la tierra por parte de los hacendados ha sido por
la fuerza. Súmele a lo anterior, la obtención de mano de obra fuete para las actividades agrícolas
y mineras, esto también conminó el sometimiento de los grupos menos privilegiados, a la manera
de la Colonia. A la sazón de los hechos se fortalece la organización estatal, se establece una
legislación que garantiza la explotación minera y agrícola y blinda la comercialización de
cualquier insubordinación, se crean ejércitos nacionales con pleno sometimiento a las oligarquías
y quienes, en defensa del comercio exterior e interior, sofocaban bruscamente las protestas de los
trabajadores y oprimían a los indígenas obligándolos a trabajar para los hacendados o entregar
sus tierras a los oligarcas. Todo esto se hacía en nombre de la civilización y con el propósito de
alcanzar “orden y progreso” en los países, una estrategia para someter, pero apostándole a la
gastada “modernidad de las Américas”.
Es que la modernización era el caballo sobre el cual cabalgaba la oligarquía del momento.
Así, como señala Carmagnani, “la gestión de las unidades productivas, dedicadas a suministrar la
máxima cantidad de bienes susceptibles de comercialización sin alterar por ello su propio
equilibrio interno” (1984, p. 27), lo que indica que las oligarquías se enriquecieron sin
comprometer su patrimonio. La dinámica de la modernización pone en el tapete otros sucesos. A
partir de 1860 comienza la inyección de capital inglés, que se inserta en el mercado apoyando a
las clases dominantes pues no le convenía un conflicto con ellas; y lo hace de manera

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parsimoniosa, pero audaz, en nuevos sectores productivos descuidados por las oligarquías, como
el comercio, los transportes, la banca, la infraestructura; lo que trajo consigo la modernización
arquitectónica de las principales ciudades latinoamericanas. Lo anterior indica que se produjo en
América latina una alianza conveniente entre los ingleses y las clases dominantes, ayudando a
facilitar las exportaciones latinoamericanas. Sin embargo, hacia adentro de los países se
presentaba un incipiente comercio nacional que demostraba cierta similitud con la época colonial.
Existían comerciantes independientes con una escasa regulación, lo que posibilitaba la usura y
pequeños monopolios.
Sin lugar a duda, las tres décadas posteriores a 1850 fueron para los países latinoamericanos
un período de prueba en la inserción en los mercados extranjeros, pues se hicieron cambios en los
productos exportados y se crearon áreas de colonización; así mismo, se tomaron medidas para
evitar que la oligarquía perdiera el dominio sobre las áreas productivas. Hubo grandes
transformaciones en América Latina. Perú vivió, luego de la derrota en la Guerra del Pacífico,
una alianza estratégica y pacífica entre la oligarquía y el capital inglés y norteamericano. Se
apaciguó gran parte de las guerras entre los indígenas y los hacendados por la tenencia de la tierra.
Luego, a principios del siglo XX, la influencia económica de Estados Unidos se consolidó por
encima de los ingleses. Se agudizaron algunos problemas raciales, pues no solo en Perú, sino
también en el resto de Latinoamérica, se desarrolló una jerarquización de orden racial, donde los
blancos estaban en la cima privilegiada y los indígenas ocupaban las posiciones menores y se les
culpaba de generar una sociedad “enferma”, el indio es odiosamente subalterno. Argentina, por
otra parte, tuvo algunas particularidades. Hasta las tres décadas posteriores a la mitad del siglo
XIX predominó la política de caudillos. Luego, bajo la presidencia de Roca, se reforzó la
presencia estatal en la nación, sometiendo a los indígenas y promoviendo la inmigración europea.
Los mecanismos demográficos que funcionaban en la sociedad estaban directamente
determinados por las tensiones económicas. Debía garantizarse la producción y la mano de obra,
indígena y negra, había que preservarla y multiplicarla. En este sentido, se les ofrecía a los
trabajadores menores prestaciones y más trabajo. Comparado con la época colonial la estructura
familiar y las relaciones sociales no habían cambiado en su esencia, de esta manera, se facilitó el
mestizaje, sobre todo en las zonas urbanas y mineras. Como quiera que la población india
escaseaba, también los mestizos y mulatos pasaron a ser mano de obra calificada. En Colombia,
por ejemplo, para ese entonces los negros fueron la mano de obra que más se utilizó para trabajar
las minas y las plantaciones. La consecuencia fue rápida: la marginación y el sometimiento de la
población indígena, negra, mulata y hasta mestiza al calor del latifundio. Todo este
tradicionalismo social trae, en general, ─y contrario a lo que podría esperarse de un tránsito a la
modernidad social─ un acelerado crecimiento del área rural y un lento aumento poblacional en la
zona urbana. Así las cosas, es concluyente que a pesar de haber pasado tanto tiempo entre la
colonización europea y mediados del siglo XIX, la estructura social se mantuvo muy rígida y la
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relación entre el campo y la ciudad no experimentad grandes transformaciones en un continente
que se aprestaba a la modernidad.

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